No hace muchos años, gocé de la agradable compañía de dos pequeños hamsters. No me gusta decir que poseía animales, pero así era. Los poseía parcialmente: mamá no me dejaba tenerlos. Al mismo tiempo, la madre de mi amiga Mariana (las madres se parecen mucho) no le dejaba tener los suyos. Nuestras ágiles cabecitas de pre-adolescentes funcionaron a toda velocidad: no habían dicho nada de tener hamsters a medias. Estarían de una a dos semanas en la casa de cada una.
La primera de ellas (suponíamos que era hembra) se llamó Cruella. El segundo, Riggs. Cruella era blanca y marroncita, más chiquita que Riggs, que era gris y con bastante pelo. Un pomponcito. Riggs vino a parar a la jaulita simplemente porque, cuando mirábamos una veterinaria, Mariana se acercó demasiado y tiró dentro de la pecera una rejilla, que fue a parar de pleno sobre su cuerpecito. Me dio mucha ternura verlo allí, tirado, casi inerte, y le dije: "nos lo tenemos que llevar".
Creo que fueron dos bichitos felices. Más que nada porque yo los quería mucho. Y se los demostraba: a Cruella, empezaba besándola. Y mi amor no concluía allí. Seguía besándola, hasta metérmela en la boca y morderla con los labios. Riggs, por su tamaño, no podía gozar de ese amor: para él tenía preparado otro. Lo tomaba en mis manos, y lo acariciaba. Y empezaba a apretarlo. Y apretarlo. Más fuerte. Hasta que gritaba. Entonces sí, lo estrujaba contra mi pecho, lo besaba y lo volvía a poner en la jaulita para que hablara con Cruella y le dijera: "Cómo nos quieren".
La primera de ellas (suponíamos que era hembra) se llamó Cruella. El segundo, Riggs. Cruella era blanca y marroncita, más chiquita que Riggs, que era gris y con bastante pelo. Un pomponcito. Riggs vino a parar a la jaulita simplemente porque, cuando mirábamos una veterinaria, Mariana se acercó demasiado y tiró dentro de la pecera una rejilla, que fue a parar de pleno sobre su cuerpecito. Me dio mucha ternura verlo allí, tirado, casi inerte, y le dije: "nos lo tenemos que llevar".
Creo que fueron dos bichitos felices. Más que nada porque yo los quería mucho. Y se los demostraba: a Cruella, empezaba besándola. Y mi amor no concluía allí. Seguía besándola, hasta metérmela en la boca y morderla con los labios. Riggs, por su tamaño, no podía gozar de ese amor: para él tenía preparado otro. Lo tomaba en mis manos, y lo acariciaba. Y empezaba a apretarlo. Y apretarlo. Más fuerte. Hasta que gritaba. Entonces sí, lo estrujaba contra mi pecho, lo besaba y lo volvía a poner en la jaulita para que hablara con Cruella y le dijera: "Cómo nos quieren".
PD: El término "amor prensivo" fue generosamente donado por F!, quien nos lo va a explicar con al menos 200 palabras.
5 comentarios:
¿Ud me está queriendo decir que un hamster tiene las mismas propiedades que una rubiecita?
Aclaración (porque sino enseguida se prenden del vacío legal): A las rubiecitas no se les pega jamás!
Y yo iba a decir "EN LA BOOOOOOOOOOOCA?". Y de repente me di cuenta que yo tengo una gata de 1 mes a la que doy vuelta y besuqueo en la panza mientras le digo un aluvión de estupideces sin sentido como: Quien eeeeeeeeeeees la gata mas liiiiiiiiiiiiinda siiiiiiiiiiii siiiiiiii...
Dios mio.
Diego: Sí, las rubiecitas son como dulces mascotitas para apretar y querer mucho... Eso sí: A las morochas tampoco se les pega!!
Bestiaria: ¡¡Eeellaaa sabe que es la gata más liiiinda! ¡Sí que sabe! ¿Verdad, mi piripipipi??
Todavía no escribí mi breve ensayo sobre el amor prensivo. Pero estoy en eso. Ya va, ya va...
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