El predominio de la mediocridad se debe más bien a las leyes de cooperación humana, sobre todo de cooperación de diversos cuerpos, y en este caso cooperación de los claustros, que recomiendan (...) Sólo cuando [hay intervención] en la selección académica por motivos políticos, se puede tener la seguridad de que las convenientes mediocridades monopolizarán todas las oportunidades
Max Weber, La ciencia como vocación, 1922
¿Y cuál es la novedad? Suponete que sos hijo de un filósofo famoso que firma cartas por ahí. Suponete que sos joven, lindo, simpático, el sueño de cualquier suegra biempensante. Que tu paso por la meca del saber sociológico es casi como tomar una calle en pendiente en tu bici: muchos amigos a tu alrededor, chicas que te siguen, profesores que te adulan. La verdad, que encontrarte a una morochita resentida nacida en provincia que se da cuenta que te copiás las reseñas y te mira mal cada vez que tu soberbia destella no es nada relevante. Vas a ser un palote más para sumar al enojo y la creciente amargura de esa otra. Sobre todo cuando te den la oportunidad de escribir una columnita en Página 12 diciendo cualquier boludez. Y la oportunidad llega sola, después de todo, para algo somos todos amigos, hijos, hermanos, conocidos. Somos todos una gran familia. Fuimos todos al Nacional, al Pelle, a la ORT.
O alguna vez nos cruzamos en una cursada, seguramente ya conocíamos a alguien de aquellos años dorados. Y vemos en quien está frente al aula al profeta que aguardábamos, que piensa y dice y hace todo lo que nos gustaría pensar, decir y hacer. Sobre todo, vemos que quiere la revolución de la misma manera en que la queremos nosotros. Y empezamos a trabajar ahí. Escribimos en sintonía con nuestro profeta, lo citamos en nuestros trabajitos, nos presentamos juntos en todas las jornadas que haya. Nos adulamos sin cansancio, cada tanto nos tiramos un palo porque lo que nuestro compañerito de camino escribió no es tan radical como nos gustaría.
¿Acaso eso está mal? ¿Para qué sirven las jornadas si no es para escuchar por sexta vez en el mismo mes lo que está escribiendo nuestro profeta o nuestro co-acólito? Y, si viene alguien de afuera, lo mejor es dejar que el profeta lo destroce porque no es lo suficientemente revolucionario. Y esperar, esperar dos segundos, a que no mire. Acercarse, y despacito, muy despacito, casi inaudible, decirle lo que pensamos sobre lo que ese otro está haciendo. Pero que no nos escuche, que ni siquiera se de cuenta que estamos abriendo un poquito el círculo.
No vaya a ser que la ciencia se agrande, crezca, se infecte con otras ideas.